Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

lunes, 7 de septiembre de 2015

CRÓNICA DE UN POSIBLE HOMICIDIO


Síntesis del post: Confesión de mi amigo. Silencio. Una aplicada inmovilidad. Análisis de situación. Plan y motivaciones. Otro silencio. Un favorcillo. Conclusión.


— Creo que voy a matar a mi jefe —me dice mi amigo mientras juguetea con su vaso de whisky sin decidirse del todo a beberlo.

Media entre ambos un estudioso silencio, de esos que progresan luego de que han sido pronunciadas palabras atroces, capitales o polémicas, y que pueden abarcar un segundo o un siglo, atados sin remedio al carácter y la profundidad de las reflexiones que susciten.

Una voluta de humo suspendida sobre su cabeza se retuerce y gira sobre sí misma en un vano intento por dilatar su dispersión en el ambiente, y yo observo ese pequeño espectáculo sumido en una aplicada inmovilidad, cuidando de que mi rostro no comunique emociones que aún no acabo de procesar. Abro paréntesis. Soy un fervoroso partidario de la inmovilidad -no sé si lo dije alguna vez en este espacio- cuando deseo que el universo se olvide de mí por un rato, cuando busco que no se percate de que estudio alguno de sus mecanismos con un fin específico. Entiendo que la misma -a la inmovilidad me refiero- es la herramienta más efectiva para inducir esa amnesia cósmica que nos coloca fuera del mundo aunque sea por un instante, abriendo una instancia de reflexión pura y abstracta. Cierro paréntesis.

Habla en serio, de eso no cabe la menor duda. Si bien la penumbra del bar en que nos encontramos desvanece los rostros, la gravedad del tono empleado suple esta y cualquier carencia. Va matar a su jefe. O por lo menos eso cree, si nos apegamos a la literalidad.

Ahora bien, la idea desnuda no es suficiente para determinar en qué etapa del desarrollo se encuentra este simpático asesino en potencia que tengo sentado frente a mí. Para ello habrá que requerir alguna ampliación que nos permita conocer la dimensión de sus oscuras motivaciones, la existencia o no de una fecha tentativa de perpetración, si ha imaginado un plan más o menos sensato (si es que cabe hablar aquí de sensatez) y, lo que es más importante aun, si ese plan involucra de alguna forma, por mínima que fuera, a este humilde servidor. Conozco de sobra al hatajo de impresentables que conforma el núcleo duro de mis amigos, y si hay una cosa que aprendí con el tiempo y a los golpes es que en cada emprendimiento que arrojan sobre la mesa uno comienza como un simple testigo inocente, favorcillo mediante ingresa sin saberlo en el arenoso terreno de la complicidad, y a partir de allí todo se transforma en un viaje directo y sin escalas hacia la coautoría.

A lo largo de mi vida he participado en varios hechos grupales reñidos con la ética o la moral (en su mayor parte concebidos por ingenios más fecundos que el mío), pero siempre relacionados con la órbita de la contravención y no del delito penal. Por otra parte, y enfocando la cuestión desde el punto de vista de los resultados, en más de una oportunidad hemos sido descubiertos por individuos u organizaciones no tan duchas en materia investigativa. Quiero decir, jamás fue necesario un fiscal de la nación o la división homicidios de la policía federal para que el plan de la banda fracasara con estrépito. En rigor de verdad, bastó alguna novia despechada en la adolescencia, o incluso algún kiosquero sin déficit de atención en la época infantil. Nunca fuimos exitosos a la hora de quebrantar la norma, y por lo tanto resulta lógico y prudente pensar que nunca lo seremos. En esa inteligencia expreso la primera de mis inquietudes:

— ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunto en tono firme, agregando de paso un calculado escepticismo gestual.

Concedo que la indagación debió comenzar de un modo más amigable, quizás abordando el asunto desde la óptica de sus motivaciones (un simple ‘por qué’ habría estado bien), pero a veces, ante ciertas situaciones que acarrean un peligro actual o potencial para los propios intereses, colocarse al albergue de la más absoluta ajenidad desde el preciso instante en que aparece el planteo ayuda a que uno preste el oído de buen grado en lugar de ganar la calle a la carrera en busca de resguardo, sosiego o una mezcla de ambos.

— Absolutamente nada —responde alzando la mano en pos de calmar mi temprano recelo—. Somos amigos, es solo una confesión que te hago, tal vez necesito hablar con alguien.

Lo que sigue a ese invalorable aporte de tranquilidad es un gigantesco enjambre de excusas y pretextos lunáticos que, según interpreto, constituyen el fundamento último del crimen que pretende cometer. Y luego, sin tomar un respiro siquiera para conocer mi opinión al respecto, continúa con el detalle minucioso de un curso de acción al que asigna serias probabilidades de éxito, un estrambótico plan homicida concebido en el seno -entiendo yo- de una mente tropical cuyo delicado equilibrio se quebró en algún punto del camino entre la última vez que nos vimos (hace un mes en la casa de su hermano) y esta noche que nos encuentra cara a cara, whisky de por medio en este modesto bar del centro de la ciudad. Abro paréntesis. La mente, cuando es potente e inquieta y resulta sometida a extensos períodos de soledad y silencio o al abuso de sustancias que alteran la debida comprensión de los hechos, suele embarcarse en complejos desarrollos que acaban empujándola a transitar por caminos sinuosos que a su vez desembocan en praderas bastante alejadas de su lucidez inicial. Ese es mi humilde parecer, que no será una verdad material pero podría apostar que se acerca bastante al núcleo del problema que nos ocupa. Cierro paréntesis.

— Todo esto me parece una locura —sentencio severo—. Una locura absoluta.

— En última instancia es mi locura —responde con una expresión en el rostro que ya lo denuncia medio ausente.

Se instala entre ambos un nuevo silencio, esta vez de contenido reparador. Necesito restablecer mi ritmo cardíaco, y él, quizás, meditar sobre la contundencia de su exposición y las consecuencias que podría acarrear una toma de posición demasiado moralista de mi parte.

Asumo aquella aplicada inmovilidad de la que hablaba al comienzo de este artículo y aprovecho el silencio para reflexionar un poco sobre el compendio de barbaridades que acabo de escuchar. Un individuo cuya carrera criminal (compuesta hasta la fecha solo por pequeñas contravenciones) es una oda al fracaso, plagada de errores infantiles al momento de trazar un plan, de su ejecución o de ambos a la vez, pretende asesinar a su jefe y cree con una fe casi religiosa que va a ser capaz de eludir la acción de las personas y organismos que el Estado entrena y destina a dar caza a otros individuos algo menos torpes que él, y que encima, en lo suyo, son profesionales. Siento como si estuviera observando al Titanic en el astillero. Una tragedia en plena construcción, ansiosa por entrar en escena y hallar su propio témpano.

Deseo ensayar un último argumento para desalentarlo, pero no encuentro las palabras adecuadas y al final decido evitarme una nueva discusión que además presumo infructuosa. Al cabo de unos minutos reanudamos el diálogo y la velada -por fortuna- toma un rumbo menos comprometido. Se produce una suerte de pacto tácito y no se vuelve a mencionar el asunto, ni siquiera lateralmente.

Son las cuatro de la mañana, y habiendo abordado ya los temas (y bebidas) más variados encuentro prudente poner fin a la tertulia. Alzo la mano y pido la cuenta mientras se nos escapan las últimas carcajadas evocando una vieja anécdota de vaya uno a saber qué etapa de nuestra vida.

— Juan… te tengo que pedir un favorcillo —balbucea de pronto en un castellano ininteligible.

— Por supuesto, lo que quieras —respondo yo, presuroso y en el mismo idioma.

Es que, a fuer de ser sincero y a pesar de ser un fervoroso partidario, no soy muy bueno para asumir mi aplicada inmovilidad en orden al estudio de los mecanismos del Cosmos con medio litro de whisky circulando en el torrente sanguíneo. Y si bien sostengo, comprendo y ratifico que un favorcillo conduce directo a la complicidad, y que de allí hay un solo paso a la coautoría, también sé que existen marcadas diferencias entre un partícipe necesario y uno secundario, por lo que solo debería mantenerme dentro de la órbita de esta segunda categoría para hallarme en condiciones de interponer en el camino de cualquier fiscal de la nación una indecible cantidad de dificultades probatorias casi insalvables.

En fin… en el fondo del corazón cualquiera sabe que la amistad es enemiga de la prudencia, de la justicia y de la memoria. Y si fuera necesario, de las tres juntas. Y si luego hay que dar alguna que otra explicación en la sede de la división homicidios de la policía federal o en la fiscalía de turno, se la dará, que no sería la primera vez que uno intenta explicar lo inexplicable frente a una autoridad competente, llámese padre, madre, novia o incluso –vaya ironía- jefe.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 3 de julio de 2015

ESA NARIZ


Síntesis del post: Una nariz y una señorita. Combinación. Descripciones. Disconformidad. Agustín está de acuerdo. Reflexión breve. Plan de escape. Pregunta y respuesta.


Tenemos hoy a esta nariz. Mejor dicho, tenemos a esta señorita que la porta con elegancia y suficiencia, y que por cierto es muy bonita. No la nariz sino la señorita. Bueno, y la nariz también. O pensado con más detenimiento, ninguna es bonita por sí misma, pero la combinación de ambas, si es que fuera posible separar al individuo del aparato olfativo que detenta, arroja un resultado muy agradable. Por lo menos a mis ojos, que a fin de cuentas son los que aprecian la materia prima que será objeto principal de este artículo y que, dicho sea de paso, poseen una marcada afición por todo lo relacionado con los rasgos faciales y su potencia decorativa.

Ahora a lo nuestro sin más, que aún hay mucho por desarrollar y ni siquiera hemos ubicado la historia en tiempo y espacio.

Decía entonces que tenemos esta bella combinación de señorita y nariz. Rondará los treinta años, treinta y cinco con toda la furia. A la señorita me refiero. Bueno, y por añadidura a su nariz. Pelo castaño, tez morena, ojos verdosos, pómulos bien definidos, labios gruesos y mentón redondeado. Y a pesar de que el tapado que lleva puesto me impide estudiar otra parte de su cuerpo que no sean las pantorrillas, las proporciones de las mismas insinúan un todo más que aceptable. Entiendo también que debe ser abogada o contadora de alguna empresa más o menos respetable, aunque esta apreciación carece de fundamento, o mejor dicho lo encuentra en mi instinto y en algunos de los temas que —escucho— aborda con la señorita sentada a su lado.

¿Cómo dice?

No, no pienso describir a la señorita sentada a su lado, ya que sus proporciones, potencias y combinaciones no me resultan atractivas. O hablando más claramente, pienso que es fea, y como esa fealdad no es relevante a los efectos de este artículo no me siento inclinado a divulgarla. Sí diré que está sentada a su lado, al lado de la señorita cuyas proporciones, potencias y combinaciones sí merecieron una detallada divulgación, porque en este momento viajamos en el subterráneo. Ellas dos, como acabo de señalar, sentadas. Y yo parado en una posición muy conveniente para escuchar sin problemas su conversación.

El caso, el nudo del asunto que nos ocupa, es que esta señorita tan delicadamente combinada con su nariz no está conforme con ella. Digo, con la nariz; no con ella misma, hecho que sería una auténtica injusticia con la naturaleza que tan generosa estuvo a la hora de aprovisionarla en el campo estético. Siente, según sus propios dichos, que está en falsa escuadra con el resto de la cara, como inclinada hacia el lado izquierdo. Y además es demasiado grande, ganchuda y con unos orificios horriblemente anchos. En resumen, la odia. Aborrece su desproporción y desea someterla a la mano siempre dispuesta de algún cirujano plástico.

Por suerte Agustín está de acuerdo. Esto no lo digo yo, lo dice ella con algún alivio, como si él la hubiera conocido con ese rostro armónico aún inexistente y abogara por un retorno a las fuentes. Como si condicionara su permanencia a la delicada intervención del bisturí.

Por suerte Agustín está de acuerdo, decía. Ella, no yo. Y suelta un levísimo suspiro, una risita nerviosa. En pocos días pasó de aceptar la idea con algún recelo a ser el principal promotor de una nueva estética. Ahora incluso ejerce una cierta presión que la hace sentir un poco incómoda. Estima posibles fechas, propone profesionales, imagina formas y fantasea con otros retoques. Está convencido, pobre Agustín, de que el cambio la va a hacer sentir más segura de sí misma, más feliz. Y si ella es feliz, él —por supuesto— también.

La nariz es tu carta de presentación frente al mundo que te rodea. Esto no lo dice ella, lo digo yo. Más precisamente lo pienso. Según su forma y estilo es la gente que se te acerca, que siente el impulso de interactuar con vos, sea para pedirte la hora o para proponerte matrimonio. Esa gente puede ser buena o mala. Linda o fea. Inteligente o estúpida. Efímera o destinada a la permanencia. Pero siempre compatible con ese mandato. Cambiás la nariz y lo cambiás todo. Para siempre. A veces ese cambio se impone, concedo. Hay narices que son un auténtico tormento de la naturaleza, muy difíciles de abordar con la mirada sin que la razón se extravíe en una repentina pulsión asesina. Narices que agreden, lastiman, anulan cualquier aspecto positivo que pretenda asomar en el individuo que las porta. Pero este no es el caso ni de cerca. Es —ya lo dije— una bella combinación de señorita y nariz, y como a la señorita ya la describimos, ahora haremos lo propio con la nariz. Es cierto que es grande, pero de ninguna manera es enorme. Es un tamaño adecuado si se considera el rostro como un todo uniforme e indivisible. En cuanto a lo de ‘ganchuda’, me parece un término un tanto fuerte, y en mi mente lo asocio con redondeces y curvaturas que aquí están ausentes. Yo prefiero la palabra ‘aguileña’, que representa con mayor fidelidad el conjunto de aristas y vértices que sí definen su forma moldeando de paso unos orificios que no son horriblemente anchos, sino más bien estrechos y alargados. Finalmente la inclinación del tabique hacia el lado izquierdo es real, aunque además de ser casi imperceptible se encuentra plenamente compensada por un oportuno lunar ubicado en la parte inferior de la mejilla derecha. A fuer de ser sincero, no es una nariz común, pero no por ello está exenta de atractivo. Yo no le daría la calificación de obra de arte, pero sí podemos hablar de un bello adorno. Uno muy bien logrado.

Por desgracia mi apreciación no posee suficiente relevancia como para detener las maquinaciones que han dado luz al siniestro plan de esta señorita tan bien combinada. Es Agustín el dueño de la llave que podría salvar del cuchillo a esa delicada pieza de colección, aunque no tenga la menor intención de utilizarla. Él, como ya señalamos, está de acuerdo. Desea una belleza más acorde con las convenciones. Una belleza más popular. Y apenas su gusto —su propia apreciación— escapa un poco de esos parámetros aprobados por una mayoría real o ficticia se siente incómodo. No lo soporta, y ni siquiera es consciente de ello. Prefiere una nariz común, una nariz que se parezca más a él, que no quiere ser uno sino muchos. La compatibilidad, la pulsión que lo movió al acto cuando la vio por primera vez no es un asunto en su mente, no la registra. No conoce el porqué del camino recorrido y por ende es ajeno a los cambios que tan graciosamente alienta. Es una víctima inocente de su propia ignorancia.

De pronto el tren se detiene en lo profundo del túnel y así permanece por varios minutos. Afuera todo es oscuridad, y la inquietud de los pasajeros brota en miradas, carraspeos y suspiros cansados. Al cabo de un rato esa danza gestual deviene en murmullo y este en airada protesta. La voluntad de escapar por los propios medios se hace patente y los planes, algunos estrambóticos y otros más centrados, proliferan en todos los sectores del vagón. Observo a la señorita, tan bonita y bien combinada ella, idear el suyo junto a su compañera de viaje:

– Saltamos ni bien pase el tren en sentido contrario, atravesamos la vía y avanzamos hasta la estación con la espalda pegada a la pared –sugiere al tiempo que estudia el panorama a través de la ventana.

La otra escucha en silencio, no demasiado convencida de llevar a cabo semejante proeza.

– ¿Vos qué opinás? –me pregunta alzando la vista, no porque me considere especialmente sino porque soy el que está más cerca.

– Que Agustín es un pelotudo –respondo yo, que no soy muy de esquivar el bulto cuando me piden mi punto de vista.



Tengan ustedes muy buenas noches.

jueves, 11 de junio de 2015

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE MI MUERTE


Síntesis del post: Introducción. Mi Muerte. Ejercicio para calcular su fecha. Conclusión y consecuencias.


Heme aquí, no he muerto. Entiendo, sí, que tan melancólica idea pudiera haberlos abordado teniendo en cuenta el cruel abandono en que se encuentra este humilde espacio virtual, pero lo cierto es que aún me quedan algunas cosas por decir. Pocas, aunque suficientes para justificar esta repentina irrupción en escena.

Podrán ustedes decir que el sexto mes del año es una instancia algo tardía para dar comienzo a la temporada 2015, y que esos procederes se encuentran reservados a la órbita de ciertas glorias nacionales que pueden contarse con la mitad de los dedos de una mano. Glorias (no pienso criticar ahora sus gustos atrofiados) del calibre de Marcelo Tinelli o Susana Giménez, por traer a la mesa algún ejemplo. Y yo les responderé, como lo he hecho siempre, con esa amabilidad y don de gentes que bien podríamos catalogar como sello distintivo, que poco o nada me importan sus opiniones, y que si no las tomaba en cuenta cuando éramos noventa o cien almas las que recorríamos estos pasillos, menos lo voy a hacer ahora que si juntamos tres o cuatro habremos producido un milagro digno de ser incluido en algún pasaje bíblico.

Ahora a lo nuestro sin más, que los milagros no ocurren solos y mi poder de concentración no es el que solía ser cuando tenía por costumbre escribir un artículo semanal y desechar sus opiniones, pedidos y sugerencias con idéntica frecuencia.

Decía al comienzo de estas líneas que no he muerto, aunque el desarrollo de las mismas será consagrado en su totalidad a ese hecho futuro y cierto. Me refiero a la muerte. No a la muerte en general, no a la muerte de un individuo cualquiera sino a la mía. A mi muerte. Y a las consecuencias que de ella se deriven desde el instante en que ocurra. Si es que algún día ocurre, ya que para ser del todo franco me veo en la obligación de admitir que albergo (siempre lo hice) una tenue sospecha de inmortalidad. No, no dije deseo. Dije sospecha. Y no es lo mismo una cosa que la otra, así que háganme la caridad de prestar la debida atención a mis palabras, que no están puestas acá por azar sino que han sido meditadas en pleno dominio de mis facultades mentales. O con muy poco alcohol en sangre.

El ejercicio que voy a poner en práctica, ya que no poseo dotes de adivinador, consiste en una estimación más o menos arbitraria del tiempo que me queda de vida. Es decir que, de acuerdo a mi intuición, al estado de salud que presento a la fecha y a una serie de factores externos que podrían incidir en forma directa sobre la sana costumbre de mantener una respiración constante y uniforme, intentaré precisar el año o al menos la época de mi deceso. Y una vez logrado ello calcularé sus posibles consecuencias de acuerdo al contexto en el que podría hallarme en ese tristísimo momento.

Procedo entonces:

En el primero de los aspectos recién mencionados, quiero decir, el intuitivo, comenzaré por aclarar debidamente que desde que tengo memoria milito en la corriente del pesimismo más extremo, y que ello ocurre un poco basado en el instinto y otro poco en una elección. Asumo que adorna este cuerpo (joven y bonito por cierto) un alma corta, de esas que jamás viajan encarnadas por más de medio siglo, así que de no confirmarse aquella tenue sospecha de inmortalidad que expuse en forma de cruda confesión, entiendo que será esa, días más días menos, la duración de este nuevo viaje.

En cuanto al estado de salud que presento a la fecha me remito a los estudios médicos de rutina que, como hombre precavido que soy, afronté la semana pasada con una valentía digna de elogio. Según parece, a la luz de los resultados obtenidos estoy de mil maravillas. O de setecientas doce maravillas si apelo a la honestidad y tengo la decencia de restar del total todos los puntos de colesterol distribuidos a lo largo de mi torrente sanguíneo. Yo no lo veo tan importante, pero es un detalle que aporta algo de precisión al desarrollo. Sin embargo, a causa de esa nimiedad una médica —asumo yo movida por la buena fe— me reprendió a dedo alzado y con una nota grave en el semblante. Es un tema para prestar atención a tu edad, Juan. Supongo que me llamó Juan para imprimirle un carácter más íntimo al reproche. Para dotarlo de un aire de familiaridad que limara su aspereza sin robarle fuerza. Y porque yo, en efecto, me llamo Juan. No sé si lo dije alguna vez en este espacio. Acto seguido tomó una lapicera y escribió en un papel un sinnúmero de aburridísimas actividades y oprobiosas prohibiciones que de ningún modo aseguran la permanencia de mi alma (corta según mi parecer) en este mundo mucho más allá del medio siglo que intuyo como fecha probable de caducidad, aunque sí que el tiempo que me quede, sea cual fuere, se me va a hacer larguísimo.

En resumen, voy a prestar la debida atención porque eso es lo que hay que hacer ‘a mi edad’. Estoy dispuesto a producir mínimas modificaciones en mis hábitos a fin de equilibrar un poco la balanza de probabilidades, pero sin condenarme a una existencia miserable solo por ganar un puñado de años que, por otra parte, preferiría que fueran consecuencia de la suerte o el favor de los dioses y no de un rígido plan de acción ayuno de vicios y lípidos.

El último aspecto a considerar es el de los factores externos que pudieran acabar conmigo de manera repentina, más allá de mi intuición, de aquella tenue sospecha de inmortalidad o del quebranto de mi salud por enfermedad o excesos reiterados.

Todos sabemos que en este extraño cascote cósmico que nos toca habitar nadie se encuentra exento de los accidentes y casualidades. Sería un hecho absolutamente imprevisible si mañana por la mañana, caminando plácidamente por la Avenida Córdoba en busca de un bar decente para desayunar, uno fuera impactado en plena crisma por algún desecho espacial que penetrara como bólido en la atmósfera terrestre describiendo tan infausta trayectoria. Concedo que el ejemplo elegido es algo extremo, y que sería mucho más factible que uno fuera atropellado cruzando la calle, sobre todo si le anduviera prestando más atención al nivel de colesterol en el organismo que al colectivo diferencial de la línea 60 lanzado en velocidad a escasos diez metros del semáforo rojo. Pero bueno, en todo caso esto último sería culpa la bendita médica y su índice acusador. Comprenderán ustedes que la intención aquí era graficar que los accidentes y casualidades existen, que de pronto son capaces de abandonar su potencialidad para transformarse en una lamentable realidad, y que si bien a veces pueden evitarse con algo de diligencia, otras exceden por completo las precauciones que podría tomar cualquier individuo más o menos juicioso. De esto último se trata eso que denominamos mala suerte, condición que se distribuye entre la gente de manera caprichosa y asimétrica, acompañando a unos en altísimas dosis y liberando a otros de presión sin motivo aparente.

El secreto consiste, por lo tanto, en averiguar de cuál de los dos grupos uno forma parte, no para ingresar en el terreno de las medidas precautorias, que como sabemos son estériles a la hora de evitar accidentes o repeler la casualidad, sino para establecer la probabilidad de una muerte exenta de responsabilidad tomando en cuenta la dosis de mala suerte que el Cosmos nos administra habitualmente. En el caso que nos ocupa, o sea el mío, esa dosis es bastante considerable, así que tampoco veo en lo referido a este punto razón alguna para albergar mayores esperanzas de longevidad.

Y hasta aquí el desarrollo de este sencillo ejercicio. Tenemos entonces un techo de medio siglo en cuanto a la expectativa de vida que es aportado por la intuición, influenciada, claro está, por mi pesimismo extremo. Agregamos a ello un problema de tuberías que más allá de mi robusta salud introduce un interrogante, una posibilidad de que ni siquiera ese medio siglo se materialice. Y por último una predisposición cósmica al infortunio que hasta hoy no se ha traducido en grandes calamidades pero suma un ingrediente al guiso. En consecuencia entiendo que no sería descabellado hablar de unos 47 años al momento de dar las hurras. Un número más cercano al medio siglo que a mi edad actual, y que contempla con rigor casi científico las variables que acabo de exponer.

Por lo tanto, habiendo calculado ya la edad que podría tener al momento de mi muerte, restaría hablar (en forma sucinta) de sus consecuencias. Pero lo cierto es que pensándolo con más detenimiento llegué a la conclusión de que no hay mucho que decir en ese aspecto. Y no solo sobre mi muerte, sino sobre la muerte en general. Derramarán alguna lágrima los más allegados, hará acto de presencia un puñado de conocidos voluntariosos e ignorará el hecho —con justa razón— aquella gente que haya tenido solo un trato protocolar. Y perduraré algún tiempo en dos o tres fotos expuestas en alguna biblioteca terrosa, y con el paso de los años haré el tránsito habitual en estos casos, de amado difunto a antepasado, y de allí a ancestro. Y el mundo seguirá su curso, que es lo que suele hacer frente a tamañas insignificancias.

Es todo lo que tengo para decir sobre el particular. Solo me queda esperar el momento con resignación, aprovechar el tiempo con alegría teniendo en cuenta la noción de finitud y vigilar mi colesterol, que según tengo entendido es lo que debo hacer ‘a mi edad’.

Ah… y también me queda aquella tenue sospecha de inmortalidad que albergo desde siempre y que es, no sé si lo dije en este artículo, el as que guardo bajo la manga para ganar la batalla.

No, no es deseo. Es sospecha. No jodan más.


Tengan ustedes muy buenas noches.