Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 16 de octubre de 2012

AMORES MEZQUINOS


Síntesis del post: Dos señoritas. Encuentro fortuito. Amores y mezquindades. Acecho. Reencuentro. Conclusión.


Caminaba yo el otro día por una avenida céntrica de la ciudad de Buenos Aires, pensando, meditando, sumergido en mis asuntos personales o profesionales, cualesquiera que estos fueran, cuando de pronto me crucé con dos señoritas. En rigor de verdad no me crucé, me superaron a paso veloz por el flanco izquierdo, vociferando, gesticulando, sumergidas en sus asuntos personales o profesionales, cualesquiera que ellos fueran. Y ahora que lo pienso con más detenimiento, tampoco me superaron a paso tan veloz. Ocurre que mi desplazamiento en la vía pública suele ser tranquilo, pausado, casi cansino, hecho que provoca que el noventa por ciento de las personas que circulan en mi misma dirección me supere sin mayores inconvenientes, y por cualquiera de los dos flancos.

En cualquier caso el sentido o la velocidad de circulación de los personajes no son relevantes a los fines de este artículo, como tampoco lo es el flanco que eligieron las dos señoritas para llevar a cabo el mencionado adelantamiento, o los asuntos personales o profesionales que cada parte meditaba o exponía, cualesquiera que ellos fueran. En síntesis, nada de lo dicho hasta ahora contribuye demasiado al cuerpo principal del artículo, pero aquellos que me conocen o me leen hace tiempo saben de sobra que no soy muy propenso al abordaje expeditivo del asunto que traigo entre manos. Por lo tanto no veo por qué esta pequeña dilación (yo prefiero la palabra introducción, pero allá ustedes) debería generar sorpresa o acarrear quejas de alguna naturaleza.

En fin… a lo nuestro sin más, que hasta yo, amante confeso de las pausas y los firuletes, me agoto alguna que otra vez del paso cansino.

Tenemos a estas dos señoritas que me adelantan por el flanco izquierdo en la vía pública, y que son importantes no por esa maniobra o por su velocidad de ejecución, sino porque las conozco. O mejor dicho, alguna vez las conocí, o supe tratarlas cuando era joven y hermoso. La primera es una señorita que en aquella época, y por esas mezquindades que alberga el espíritu en las cuestiones sentimentales, yo decía amar y no amaba. La segunda es una señorita que por esas mismas mezquindades sí creía amar, aunque basado en algunas relaciones que se dieron en mi vida mucho después y en circunstancias muy diferentes, hoy puedo afirmar que tampoco amaba. Pero bueno, en ese tiempo no lo sabía. Quiero decir, no sabía que en realidad no amaba. O no sabía que en realidad no amaba en un caso, porque en el otro sí que sabía. Admito que el razonamiento se torna un poco retorcido, pero es que la explicación de cualquier mezquindad espiritual es siempre tortuosa, porque involucra apariencias y realidades entreveradas de manera solapada y con algo de mala fe.

Las dos señoritas son amigas, no sé si lo dije. Eran amigas en aquellos días, y por lo visto lo siguen siendo ahora. Y toca admitir en este punto del desarrollo, para salvar el buen nombre y honor de la segunda señorita, esa que yo creía amar y no amaba, que mis sentimientos hacia ella (cualesquiera que fueran) eran absolutamente secretos. Creía amar pero no decía amar, y entonces no existían entre ellas esas mezquindades espirituales de las que recién hablábamos. Al menos a mis ojos.

Apuro el paso y cambio mi itinerario en función de un acecho que trae consigo solo la voluntad de observar a una prudente distancia. No sé que esperaban ustedes de mí, pero es seguro que estaban equivocados. Los amores del pasado, hayan sido reales, anhelados o fingidos, deben permanecer en el sitio que las circunstancias de la vida les asignaron.

Debo admitir —nobleza obliga— que el paso del tiempo les ha sentado muy bien. Ya cercanas a los cuarenta años (los tres lo estamos), ambas se han convertido en señoritas muy amables. Amables en el sentido del amor que hemos venido tratando de plasmar en estas humildes líneas. No tengo ninguna intención de meterme en el terreno de las descripciones físicas, así que por esta vez van a tener que creer en mi palabra. Son señoritas que uno diría amar y amaría. Sin mezquindades. Son señoritas a las que uno creería amar si las cruzara por la calle, o si lo rebasaran por el flanco izquierdo. No me cabe la menor duda.

El problema en este caso vengo a ser yo, que en estos años he llevado una vida disipada, alejada de las dietas y los gimnasios, para acabar transformado en un señor que ninguna de ellas diría amar en público, aunque intuyo que podrían hacerlo, llegado el caso y siempre secretamente, si me dieran la oportunidad de embarrar la cancha con la única herramienta que me ha quedado en la mochila, que es la palabra. Y no, ahora tampoco pienso ingresar en el terreno de las descripciones físicas. No insistan.

De pronto soy descubierto. Así, sin atenuantes. Estas cosas pasan cuando uno cultiva el arte del acecho. A una de ellas se le cae algo, supongo que una moneda para el colectivo, frena, se da vuelta y al tiempo que se agacha a recogerla me clava la mirada, frunce el ceño, piensa unos instantes y esboza una sonrisa que no me deja escapatoria. Y la escena, por supuesto, termina en el bar de la esquina. Cuando no existen agravios pendientes del pasado, un café y un par de medialunas no acarrean mayores peligros.

Nos toma una media hora ponernos al corriente. Quizás cuarenta minutos. Qué sé yo, el tiempo que usualmente insume resumir una porción de vida. Un momento grato, incluso para un tipo hosco como yo.

Luego la primera señorita, la que en aquella época, allá lejos y hace tiempo, yo decía amar y no amaba, se levanta para ir al baño dejándome unos minutos solo con la segunda señorita, la que en aquella época, allá lejos y hace tiempo, yo creía amar y tampoco amaba.

La miro. Me mira. Le sonrío. Me sonríe. Se forma uno de esos vacíos que solo se llenan hablando del clima. O con alguna mezquindad del espíritu.

‘En realidad yo estaba enamorado de vos’, le digo mientras alzo la mano para que me traigan la cuenta. Las confesiones son mucho más sencillas cuando uno no busca un beneficio o una reparación.

Me mira. La miro. Me sonríe, ahora con más intensidad. Le devuelvo una mueca.

‘Pelotudo’, responde finalmente. Y luego se reanuda el vacío.

Se retiran las dos señoritas luego de saludarme con gran efusión y genuino afecto. Una a la que decía amar y no amaba. Otra a la que creía amar y tampoco amaba. Dos señoritas que hoy en día jamás dirían amarme en público. Aunque intuyo que podrían hacerlo, llegado el caso y siempre secretamente. Aunque intuyo —también— que alguna vez, allá lejos y hace tiempo, las dos lo hicieron.


Tengan ustedes muy buenas noches.

martes, 2 de octubre de 2012

EL SECRETO DE SUS OJOS


Síntesis del post: Secretaria fría e impersonal. El señor Carignano no está. Ojos y boca. Poesía y ambigüedad. Espera. Entrevista. Final.


Tenemos a esta secretaria, una señorita fría e impersonal que nos recibe con una mirada desdeñosa. Sus ojos comunican un aburrimiento colosal, el aburrimiento del cual emana todo el aburrimiento del mundo sensible. En otras palabras, la idea platónica de aburrimiento. Son unos ojitos pequeños y estáticos que dicen sin decir que el señor Carignano no está, que el señor Carignano no tenía ninguna cita programada para esta hora tan inhóspita, y que de cualquier modo, siendo una persona importante como en efecto es, la vestimenta más adecuada para lograr una entrevista sería el clásico traje adornado con una sobria corbata al tono y zapatos bien lustrosos.

Es menester señalar que estamos en la oficina del señor Carignano. Una oficina fría e impersonal que combina perfectamente con la señorita que constituye la primera línea de defensa. Digo esto porque, si bien el párrafo anterior aporta suficientes pistas para arribar a esa conclusión, lo cierto es que al no existir una mención clara y concreta, el comienzo de mi exposición resulta un tanto desprolijo. Son los pequeños vicios que afloran cuando uno deja de lado la sana costumbre de escribir semanalmente, no sé si lo dije alguna vez.

En fin… a lo nuestro sin más, que la concentración es el bien más preciado cuando uno intenta retomar el ritmo de trabajo extraviado allá lejos y hace tiempo.

Decíamos entonces que el señor Carignano no está. O decía la secretaria. O los ojos de la secretaria. De cualquier modo el detalle pierde relevancia porque ahora es su boca la que denuncia esa ausencia:

‘El señor Carignano no está’, dice esa boca de un modo mucho menos ambiguo o poético que los ojos, pero con toda la precisión y contundencia que poseen las herramientas adecuadas para una determinada tarea. Es que la boca habla con más propiedad que los ojos, más allá del hecho —justo es decirlo— de que los ojos hablen mucho mejor de lo que la boca mira.

Ensayo un breve interrogatorio protocolar destinado a la averiguación de una serie de datos imprescindibles para tomar una decisión. Si regresa pronto me quedo a esperar, si no, me voy y paso más tarde. En todo caso mañana. No sé. Sin embargo la secretaria fría e impersonal responde con evasivas. Resulta obvio a los ojos de cualquiera (los ojos también son duchos a la hora de leer intenciones) que no desea informar el paradero de su jefe, y mucho menos sus horarios. Sus ojos, solventes en el arte de la palabra ambigua y poética, le revelan a los míos, solventes en el arte de la lectura gestual, que su ser alberga un oscuro e injusto prejuicio en lo profundo del pecho. Asume —lo sé o lo leo— que el señor Carignano, hombre probo, importante, prisionero de una apretada agenda diaria que a ella le toca dirigir, enfundado siempre en su impecable traje italiano y peinado a la gomina no puede necesitar nada de un individuo que se toma el trabajo de viajar hasta su oficina sin cita previa, con su barba desprolija y vestido apenas un poco mejor que un cadete.

‘A lo mejor viene rápido, en todo caso si no te resulta incómodo lo podés esperar’ dice esa boca con infinita crueldad. Y con ella hablan otra vez los ojos, tan burlones y transparentes, poéticos y ambiguos: En todo caso lo podés esperar en ese silloncito. Sí, ese, el chiquitito que está contra la pared. Pueden ser quince minutos o dos horas y media, pero seguramente no tenés nada mejor que hacer. Si te molesta tener que mirar al techo mientras yo trabajo hay dos o tres revistas de hace cuatro años esperándote en la mesita. No es mucho, ya sé, pero es lo que hay. Y disculpame que te tutee, somos casi de la misma edad, qué sé yo. Asumo que no te vas a ofender. Lindas zapatillas.

Todo eso asumen esos ojos pequeños y estáticos. Y asumen mal. Ocurre que el señor Carignano, hombre probo e importante, sí me citó en su oficina a esta inhóspita hora, sí está siendo víctima de un retraso (que no me incomoda en lo absoluto) y sí va a regresar más temprano que tarde porque —y aquí se agrega una alternativa clave que nos obliga a una pausa dramática— sí necesita algo de mí. Algo que no puede esperar a mañana. No importa qué, no hace a los fines de este artículo.

Otro detalle que han pasado por alto esos ojitos, tan solventes en el arte de la palabra ambigua y poética, pero tan endebles para la lectura gestual, es que su dueña se encuentra frente a un oponente que podría catalogarse como complicado cuando lo que se pone a prueba es la resistencia a los silencios prolongados en un medio hostil.

Me siento en mi silloncito (sí, ese chiquito que está contra la pared) pero no me escondo detrás de ninguna revista. En lugar de ello me dedico a observar, no el techo, los cuadros o el paisaje de Buenos Aires que me regala el ventanal a mi izquierda (estamos en un piso veinte) sino a ella. Sin demasiada ostentación, pero sin pausa. Y lo hago porque, primero, más allá de su mala predisposición, es condenadamente bonita. Y segundo porque a esta altura de los acontecimientos ya tengo la absoluta certeza de que será la materia principal del presente artículo, la persona que interrumpirá ese idílico autoexilio virtual que tanto disfruté mientras pude.

Sus ojos, pequeños y estáticos (no sé si lo dije), se posan en los míos por una fracción de segundo, pero al instante buscan refugio en la pantalla de su monitor. Tipea con frenetismo, como si la urgencia de sus asuntos le impidiera sentirse observada. Pero esos ojos hablan. Otra vez. Vos deberías estar leyendo tu revista. O irte. Eso estaría muy bien. El señor Carignano no va a venir, y si viene lo más probable es que te despache con alguna excusa. No quiero que me mires. No me gusta que me mires.

La miro porque merece ser mirada, y porque la tengo que memorizar para describirla más tarde. Mañana. Quizás la semana que viene. Me gusta la forma que eligió para recoger su pelo, con una colita no en el centro de la nuca sino más bien tirada a la derecha. Y me gusta el color, castaño muy claro o rubio medio ceniza. Ojos verdes. Pequeños y estáticos (no sé si lo dije). Labios finos y sin pintar (en rigor de verdad no lleva maquillaje en ninguna zona del rostro). Orejas que no destacan salvo por unos aros tan diminutos que solo se adivinan por el reflejo que producen las lámparas. Y un físico que se insinúa perfecto a pesar de encontrarse bastante defendido por el escritorio.

Sus ojos vuelven a encontrarse con los míos y huyen. Ensaya una sonrisa que devuelvo apenas con una mueca. Repite la maniobra dos o tres veces más, pero sin la sonrisa. Está incómoda. Visiblemente incómoda.

Suena mi teléfono. Atiendo. Estoy esperando en la oficina de un tipo que pidió verme. Necesita que lo ponga en contacto con Alejandro hoy sin falta, pero todavía no vino. Sí, lo espero quince minutos más y me voy. Eso es todo lo que digo. Mentira, no me voy. Pero ella no lo sabe y está aun más incómoda. Podría solucionar las cosas con solo llamarlo al celular, pero ya no puede, no quedaría bien. No lo hizo antes y no lo va a hacer ahora.

Hablan sus ojos: no te vayas. En cinco o diez minutos va a llegar. Sí, podría haber hecho algo más, ya sé. ¿Por qué carajo viniste así vestido? Parecés un estudiante de filosofía y letras. Lindas zapatillas.

Justo cuando me dispongo a provocarle un ataque de nervios parándome para preguntar (solo unos segundos después) dónde está el baño, se abre la puerta e irrumpe el señor Carignano deshaciéndose en disculpas. Me ofrece un café que acepto solo porque sé que no lo va a preparar él y me invita a pasar a su despacho. La reunión insume unos quince minutos y produce un par de resultados muy destacables: se soluciona su problema, y la señorita nos confirma la perfección de su físico cuando ingresa a servir los cafés con su radiante sonrisa.

‘Por suerte pudimos resolver esto’, me dice el señor Carignano mientras pasamos por delante de su secretaria fría e impersonal rumbo a la puerta.

‘Sí, fue una suerte, ella no sabía si usted volvía y estuve a punto de irme’, respondo mientras la miro señalando con mi dedo índice de estudiante de filosofía y letras.

Sus ojos, pequeños y estáticos (no sé si lo dije), se posan en los míos por última vez, pero ahora no huyen.

Hijo de puta.

Eso me dicen —lo sé o lo leo—, con un destello como de fuego. Pero ya no hay tiempo para más.

Al final —todos podemos equivocarnos al momento de evaluar unos ojos— no eran tan ambiguos ni tan poéticos.


Tengan ustedes muy buenas noches.