Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 27 de noviembre de 2012

UNA TRAGEDIA DOMÉSTICA


Síntesis del post: Una tragedia doméstica. Tarde de domingo. Repentina llovizna. Los habitantes de la pecera. Flor. El elixir salvador. Maniobras de reanimación. Conflicto en puerta. Despedida.


Hoy llego a ustedes con el firme propósito de relatar una tragedia. Una tragedia doméstica. De todos los escenarios en los que se puede situar una narración, entiendo yo que el de la tragedia es —sin duda— el que mayores alternativas ofrece al narrador. Y es que el sufrimiento, cuando es ajeno, se transforma en un material literario de extrema nobleza. Se deja trabajar con mansedumbre. El sinfín de ángulos que ofrece para su abordaje, la vulnerabilidad de los protagonistas y las insospechadas ramificaciones de los hechos que lo provocan conforman un auténtico caldo de cultivo para la más acabada explotación de los recursos de ese escritor que ha pasado uno, dos o tres meses a la caza de una idea o una situación propicia para esos menesteres.

Entonces en eso estamos, estimados, habiéndonos convertido en testigos involuntarios de una pequeña tragedia (una tragedia doméstica), habiendo transcurrido varios días a la caza de una idea y con serias intenciones de llevar a cabo una acabada explotación de esos recursos literarios que, pocos o muchos, son los que tenemos a la mano.

Ahora a lo nuestro sin más, que el tiempo apremia y no existe cuadro que se pinte solo.

La tarde del domingo nos encuentra en casa de amigos. Más precisamente en el jardín. Una familia tipo, como la nuestra. Matrimonio, dos hijos (niño y niña), un perro y el tedio que gana fuerza con el último bocado del almuerzo. Las mujeres toman mate al calor del sol, los niños juegan, gritan y se pelean, los hombres charlan de bueyes perdidos y el perro reposa en un rincón apartado. Todo transcurre dentro de la más absoluta normalidad, como es lógico, como suele ocurrir en cada instante de la vida cotidiana, incluso en aquellos que son previos a aquel otro, el otro instante, el fatídico, el que desencadena la tragedia sin la delicadeza de avisar con la debida antelación. Así es la vida, diría mi abuelita si aún estuviera entre nosotros. Pero como no está, lo digo yo, que para eso, quiero decir, para una situación como la que nos ocupa, he tomado la precaución de memorizar la célebre frase.

Una repentina llovizna nos obliga, a nosotros, a los hombres, a abandonar nuestras cómodas posiciones con el fin de colocar a resguardo del agua los objetos más permeables. Casi en un pestañeo la comida, los cigarrillos y los teléfonos móviles son reubicados sobre la mesa de la cocina, y la tertulia sigue su curso sin mayores inconvenientes.

Con la satisfacción del deber cumplido me dedico a observar la pecera que está sobre la mesada, al lado de la heladera. Un pez de vivos colores (por cierto muy bonito) nada en círculos a unos quince centímetros de profundidad. En el fondo, sobre las piedritas que suelen decorar estos simpáticos recipientes, dos ranas de color blanco permanecen inmóviles, como temiendo ser devoradas por su vecino, pero al mismo tiempo seguras de sí mismas. No mucho más.

Justo en el instante en que estoy por perder la mirada en algún otro sitio menos monótono percibo que la pecera posee un cuarto habitante. Es un pez bastante más grande y colorido que el anterior, aunque un tanto menos vivaz. O mucho menos vivaz. Sí, definitivamente, mucho menos vivaz. De hecho su manera de flotar, entre el vidrio y el tubo del respirador, de costado y a escasos milímetros de la superficie, unida a su respiración, que bien podría calificarse como esporádica aun sin ser un erudito en la materia, permiten inferir que sus asuntos, cualesquiera que sean, no marchan como debieran.

De inmediato paso el parte de la situación al hombre de la casa. Él —seguramente— sabrá lidiar con ella mucho mejor que yo.

El hombre pega la nariz contra el vidrio y desplaza el rostro a lo largo y a lo ancho. Es decir, observa el cuadro desde distintos ángulos; y lo hace en silencio, durante varios segundos. Finalmente, con el dedo índice empuja al pez hacia el fondo —creo yo— con la intención de reanimarlo. El animal desciende algunos centímetros pero casi de inmediato regresa a la superficie, así, flotando medio ladeado y respirando con una frecuencia que ya, sin temor alguno al error, definiremos como inquietante.

‘Mierda, este bicho está medio jodido’ concluye con un rictus de genuina preocupación.

Para ser franco, pienso que tanto el diagnóstico como la maniobra de reanimación estaban perfectamente al alcance de mis conocimientos en la materia, pero bueno, en esos primeros momentos cruciales uno siempre debe dejar actuar al legítimo propietario.

La siguiente decisión consiste en asomarse al jardín y comunicar el estado de cosas a la mujer de la casa.

‘Che, me parece que Flor no anda muy bien’ dice en un tono casi despreocupado.

En estos casos quitar dramatismo a la situación es algo que, por lo menos a mí, me parece fundamental. Ahora sabemos que el bicho en cuestión es en realidad una hembra, se llama Flor, y no está medio jodida, sino que no transita —por así decirlo— su momento más glorioso.

Y aquí es donde comienza nuestra pequeña tragedia doméstica, que no consiste en el hecho frío de la posible muerte de un pez, sino en las circunstancias (hasta ahora desconocidas por todos nosotros) que la rodean.

‘Te dije que no cambiaras el agua de la pecera sin haber comprado antes el anticloro que se acabó el otro día’ sentencia la mujer de la casa con un destello de furia en los ojos.

Esto definitivamente cambia las cosas. La atribución de responsabilidad produce ese efecto, y nunca es sencillo desbaratar los argumentos de quien la realiza.

El hombre ensaya una defensa, la mugre del agua era inconcebible, tenía que proceder aun sin el bendito neutralizador del cloro. Vuelve a pegar la nariz contra el vidrio, extiende el dedo índice y repite la inútil maniobra de reanimación, a mi juicio, ya con una nota de obstinación carente de justificativo, dado que Flor describe la misma parábola que antes, anoticiando (con su poco ortodoxa manera de flotar) de la gravedad del cuadro a la ya de por sí enfurecida señora.

Y cuando las cosas se tuercen, tienen la manía de hacerlo todas a la vez. Irrumpe el hijo mayor del matrimonio y, entre sollozos, declara a viva voz que él le advirtió a su padre, no una ni dos ni tres, sino varias veces más, que cambiando el agua sin agregar el mentado neutralizador de cloro se corrían riesgos inaceptables. Lo hace de buena fe, sin comprender que lo que aquí se discute es algo infinitamente más complejo. Un estilo de vida, una forma de proceder, una actitud hacia el mundo que va mucho más allá de la suerte que pueda correr un pez.

Ahora el barco del jefe de la familia, torpedeado por la ira de una esposa y un preadolescente que habían predicho un día antes el trágico desenlace, se hunde irremediablemente. Acorralado entre los insultos y la posibilidad de que el conflicto ingrese en una fase peligrosa para su físico accede a llamar al teléfono de urgencias del veterinario para conseguir cuanto antes el elixir salvador. Yo, de más está decirlo, ofrezco mi vehículo para completar el procedimiento con la mayor celeridad y eficacia. Es lo menos que puedo hacer en un marco tan delicado.

Diez minutos más tarde estamos de vuelta y sin perder tiempo vertemos la mitad del preciado líquido dentro de la pecera, separando a la infausta Flor en un balde con la otra mitad solo para ella. Durante nuestra ausencia, los mensajes de mi mujer en el celular daban cuenta de un estado crítico, e incluso deslizaban la sospecha de una posible muerte.

Acodados ambos sobre la mesada de la cocina y con la estabilidad del hogar pendiendo de un hilo (por cierto bastante fino), nos dedicamos a observar en silencio los efectos del tratamiento en curso. Sin embargo —justo es hablar con la verdad— la respuesta del paciente es prácticamente nula. Flota de lado con la misma apatía que en la pecera, solo que ahora ya no registra movimientos branquiales y una porción de la cabeza que incluye el ojo derecho se encuentra fuera del agua. Sombrío panorama, si se me permite la opinión.

Durante los siguientes minutos, dos o tres veces logra que refrenemos la comunicación del deceso mediante agónicos movimientos de la boca más asimilables a un espasmo postmortem que a una heroica resurrección. Nos miramos de reojo tratando de que el resto de las personas que están en la casa no perciban el hecho de que nos resulta muy complicado contener la risa, de que no noten que ya hemos aceptado el inevitable final, tan próximo y tan amenazador.

De pronto el hombre (entiendo que cansado o inquieto) intenta una nueva maniobra de resucitación que consiste en tomar a Flor como si fuera un barquito de papel volcado de lado, sacudirla suavemente y enderezarla para que reanude su marcha. Una acción desesperada que yo celebro más por compañerismo que por convicción, ya que ese barquito —continuemos con la metáfora— ha recibido demasiada agua en cubierta.

‘¿Cómo está Flor, papi?’ indaga la hija pequeña no muy al tanto del drama que se desarrolla en esa cocina.

Los ojos de la señora se clavan como puñales en el improvisado médico de cabecera. Flor ha sido declarada muerta hace algunos minutos, y en este preciso momento se están decidiendo los pasos a seguir.

‘Está difícil, pero los otros tres se van a salvar. Mirá las ranitas.’

Mirá las ranitas. Una sentencia lapidaria que solo puede ser recibida de buen grado por una niña de siete años, y es aquí donde mi mujer decide que ha llegado la hora de la retirada para que cada uno de los profesionales intervinientes rinda cuentas frente a la autoridad de turno.

‘Compramos uno chiquitito y que crezca’ me susurra el hombre de la casa tratando de que su sonrisa no delate despreocupación.

‘Sí, seguro’ respondo yo sabiendo que mis palabras son la única muestra de comprensión que recibirá de aquí al final de la jornada. Los niños y la mujer desean darle a Flor una cristiana sepultura en el jardín, pero yo mismo he presenciado el instante en que fue arrojada al inodoro (en el más estricto secreto y bajo severas medidas de seguridad) para evitar la prolongación del sufrimiento. Un último error profesional para colocar la cereza en el postre de una tarde que le será difícil olvidar. Le van a arrancar la pestañas una por una, no cabe la menor duda.

Mientras agito la mano por fuera de la ventanilla del auto en señal de despedida observo la escena por el espejo retrovisor. La mujer y los niños ingresan cabizbajos a la casa, el hombre permanece en la vereda. Agita su mano devolviendo el saludo. Uno chiquitito y que crezca, creo leer en sus labios. Pero ya estoy doblando la esquina.


Tengan ustedes muy buenas noches.

Nota: Escrito dedicado a la Señora Bigud, otra testigo presencial cuyo sentido del humor, morboso al igual que el del autor de estas líneas, se ha visto alimentado de sobra con los ribetes trágicos de esta historia.

jueves, 1 de noviembre de 2012

LO QUE CABE EN UN INSTANTE


Síntesis del post: Irrumpe un gordo. Lo que cabe en un instante. Estoy y no estamos. Procedimiento sugerido. Despojo. La vez que casi muero. Viejo poema. Desenlace.


De pronto irrumpe un gordo de aspecto patibulario, áspero en sus rasgos y maneras. Frota la palma de la mano izquierda en el pantalón, como apagando los sudores, y mira en todas direcciones sin detenerse en ninguna. Está nervioso. Visiblemente nervioso. Ni bien me percato de su presencia arrojo un par de billetes sobre la mesa y me dispongo a llevar a cabo una honrosa retirada. Sé lo que hago. Cuando uno tiene por costumbre la contemplación, la observación minuciosa del universo humano que lo rodea, intuye los problemas un tiempo antes de que se produzcan. Ahora bien, la mayoría de las veces ese tiempo es más que suficiente para evitarlos, pero otras, las menos, es una anticipación que llega en forma de instante, y como bien sabrán ustedes, son muy pocas las cosas que caben en un instante. La toma de una decisión, quizás el impulso de ponerla en práctica, no mucho más.

‘Volvé a tu asiento, morocho.’

Eso me dice el gordo, y yo obedezco sin interponer excepciones de ninguna especie. Lo que me convence de seguir el procedimiento sugerido no es tanto su monumental volumen (que ya sería un argumento más que atendible), sino la Magnum .357 que acaba de extraer de entre sus ropas.

Ah, sepan ustedes que el asunto ocurre en un bar. Lo digo ahora, en medio del relato, porque estoy seguro de no haberlo dicho antes. Supongo que es una desprolijidad motivada por la enorme confusión que suele generar la presencia de un arma de fuego, o por aquello de que en un instante caben muy pocas cosas, sentencia que —por supuesto— también se aplica a las palabras. En cualquier caso da lo mismo, considero que con esta pequeña aclaración la escena ha quedado debidamente planteada.

Ahora a lo nuestro sin más, que todo robo que se precie debe llevarse a cabo sin tantos prolegómenos.

Entonces regresemos al bar en el que estoy. Y digo ‘estoy’, y no ‘estamos’, porque a lo largo del tiempo, a fuerza de escribir tantos artículos, he aprendido que ustedes gustan de la forma plural solo cuando aparecen señoritas de graciosa figura y candorosa actitud. Si en el planteo se cuela un gordo sudoroso con un revólver, entre gallegos te veas y que Dios te coja confesado. Para eso sí que sirven los instantes. Para que huyan los cobardes.

Y hablando del gordo sudoroso, debo señalar que mientras yo les pasaba a ustedes esa modesta factura, él inició su gira recaudatoria por las mesas, por fortuna, justo en el extremo opuesto al que nos encontramos. Mejor dicho, al que yo me encuentro. Hatajo de canallas.

Una anciana extrae una billetera de forma y edad indeterminables y ensaya un heroico regateo. Que déjeme usted unas monedas para el colectivo, que las tarjetas no le sirven para nada, que esa es la foto de mi difunto marido, que la cadenita no vale ni veinte pesos. En fin, pequeñas miserias que afloran aun en las peores circunstancias. El gordo perdona uno o dos ítems, pero le arranca la cadena de un tirón y se traslada a la siguiente mesa. Una joven pareja se despoja de sus pertenencias con suma tranquilidad, celeridad y eficiencia. Entregan todo lo que sirve, conservan lo que por convención no es útil a un malviviente apremiado por el reloj, y a otra cosa sin mediar palabra. El señor trajeado que venía pidiendo la cuenta hacía más de diez minutos introduce en la bolsa su computadora portátil insultando entre dientes (no sé si al gordo o al mozo). Y así prosigue la recorrida, arrojando, por lo que podemos —puedo— observar, resultados bastante jugosos.

Por fin, como era previsible, nos toca el turno. Me toca el turno, ya sé. Siempre cantan el número que uno posee cuando el mismo ha sido otorgado con fines recaudatorios. Y es que —tomen esto como una enseñanza de vida— el sistema nunca se cae si el asunto de fondo consiste en un despojo.

Abro aquí un pequeño paréntesis para hacer un agregado que considero más o menos importante: Lo que también se me olvidó decir al principio de esta humilde pieza, tal vez a causa de alguna de las dos razones expresadas oportunamente, es que hoy vine a contarles sobre aquella vez que casi muero. A ese curioso instante ausente de concreciones (como casi todos los instantes) se dirige mi esfuerzo narrativo, y eso es lo que me dispongo a relatar para dar un cierre.

El gordo entrecierra los ojos y me observa con curiosidad mientras acaricia su barba de cuatro o cinco días. Quizás seis. Sin embargo no acerca la bolsa para que eche mis pertenencias.

‘Vos…’ dice por fin con una nota de fiereza en la voz y en el rostro.

Sí, yo. Yo soy yo, eso está más que claro. Lo que aún no logro determinar es quién es él. Percibo, sí, ese sentimiento tan alejado del afecto que se apodera de su ser. Y no me gusta ni un poquito.

‘Mirá dónde nos viene a juntar la vida, basura. Hijo de una gran puta. Vos tenés la culpa de todo, gil. Vos y todos esos mierdas. Si te habré soñado todo este tiempo. Poné tus cosas en la bolsa, pero desde ya te digo que ni por asomo terminamos acá.’

Todo eso me dice, y ahora sí acerca la bolsa casi repleta a mi posición. Por supuesto que otra vez obedezco el procedimiento sugerido, faltaba más.

‘¿No te acordás de mí, verdad? Igual ya no importa, de esta no te vas a escapar hablando.’

Una pena. Las palabras son la única herramienta que manejo con alguna pericia, no sé si lo dije alguna vez. Sin embargo, con el caño de un revólver apuntando entre mis cejas esa cualidad se torna bastante relativa.

‘Chau puto, todo en la vida se paga, y a vos hoy te tocó perder.’

Con los ojos cerrados y las manos extendidas delante de mi rostro oigo ese clic helado, el giro del tambor que dispone al arma para cumplir su función más primaria. Y en ese instante previo a la coronación de sus intenciones tose y resopla. Me refiero, claro está, al gordo. Tose y resopla de la misma manera que en aquella época, por cierto demasiado lejana.

Sabrán ustedes que en un instante —no sé si lo dije— caben muy pocas cosas. La toma de una decisión, quizás el impulso de ponerla en práctica, no mucho más.

Bien. En esta ocasión el instante es la tos. El resoplido. Mi decisión es un viejo poema. Y el impulso, la puesta en práctica, es recitarlo a viva voz.

A continuación procederé a una transcripción literal del poema, no sin antes pedir disculpas por su insoportable precariedad, por algunos de sus términos y —por qué no— por haber echado mano a un recurso tan bajo. Sepan que en aquella oscura etapa de mi vida yo era más un poeta popular que un purista del idioma.

La pampa tiene el ombú
¡qué concha tiene la lora!
miren todos al puto del tarta
llorando con la directora

Sabrá Dios si lo hago con la peregrina intención de salvar la ropa o por el simple gusto de revolver, en el último segundo, una herida que a todas luces sigue abierta. Pero el impacto de mis palabras —no sé si dije que son la única herramienta de que dispongo— es sencillamente tremendo.

‘Y… y…yo…yo…nnn…no no no…llo…llorab… lloraba pu pu pu puto. ¿pp po por por qué nnnn no no ve ve venían dddde a u u uno?’

A esto sigue la atrocidad del silencio previo a adquirir la certeza de que no será esta la última vuelta en la calesita.

Abro los ojos y me siento en mi silla con el corazón latiendo a un ritmo desaforado. Delante de mí, el tarta Mancionne llora desconsoladamente. Se tapa el rostro con las dos manos, pero emite unos sollozos que parecen ronquidos. En algún momento dejó caer al piso la bolsa y el revólver.

De pronto se da vuelta y corre a los brazos de la anciana de la cadenita, que lo abraza y le acaricia la cabeza con amorosa dedicación. Ya está, ya está, mi corazón, la vida está repleta de crueldades. Eso o algo parecido a eso alcanzo a escuchar mientras recupero el aliento.

El señor trajeado de la computadora portátil se acerca y levanta del piso la bolsa y el revólver. Me apunta.

‘Andate hijo de puta. Andate o te vuelo los sesos’.



Tengan ustedes muy buenas noches.