Extraña sucesión de infortunios que, poco a poco, fueron minando mi voluntad hasta transformar aquel viejo anhelo de triunfo en esta pacífica convivencia con el fracaso.

martes, 30 de agosto de 2011

FARGO


Síntesis del post: Imaginen un bar. No un hospital. Un bar irlandés. Incomodidad. Gustos. Gordo bufón. Contador de anteojitos. Apuesta. Artistas y políticos.

Imaginen un bar. Es indispensable que imaginen un bar, porque la escena de hoy transcurre en un bar. Y si la escena de hoy transcurre en un bar, mal comienzo sería que ustedes imaginaran, pongamos por caso, un hospital. No existen puntos de contacto entre los bares y los hospitales, así que en orden a una completa sincronía entre el relato y su comprensión cabal, sugiero que imaginen un bar y no un hospital.

¿Cómo dice?

Bueno, sí, eso es cierto. La exploración de los poderes curativos del alcohol bien podría ser un punto de contacto aceptable, pero sepa usted que una cosa son las heridas físicas superficiales, y otra muy distinta las heridas espirituales y profundas. No creo que sea lo mismo.

Suficiente. Basta. Imagine un bar y deje de interponer argumentos dilatorios. Ya todos sus compañeros lo están haciendo. Mírelos, ahí, con los ojitos cerrados y esas caritas de fuerza. Si no empiezo rápido van a perder la concentración.

A lo nuestro sin más.

Son las diez de la noche. Estamos en un bar de esos que proliferan en esta época tan impersonal. Un bar tipo irlandés. Si usted había imaginado otra clase de bar intente adaptarlo a lo que a partir de ahora vaya leyendo. Ya es tarde para lamentos.

No me gustan estos bares. Les falta la mística de los bares de antaño, y eso es algo imperdonable. Sin embargo estoy con un amigo. Fue él quien se encargó de fijar el sitio, y lo hizo en función de su propia comodidad. Trabaja a dos cuadras, y el asunto que nos convoca puede liquidarse sin prestar atención al marco.

No soy amigo del ‘after office’, el ‘happy hour’ y demás yerbas que se han inventado últimamente. No me gusta ese clima festivo tan artificial. No me gusta esa música. No me gusta esa barra reluciente, repleta de botellas importadas que nadie toma. No me gusta que el whisky me lo sirva una señorita de curvas proporcionadas y mirada ausente, enfundada en una remera negra con la inscripción ‘Guiness’ entre los pechos. Me gusta, sí, la señorita, pero ese es otro tema. No me gusta ese gordo de traje, el de la mesa de al lado, gerente del sector ventas de alguna empresa nacional, medio pelado, con la corbata asomando del bolsillo derecho del saco, tratando de sobresalir en un grupo de diez personas a fuerza de chistes básicos y un histrionismo que da vergüenza ajena, para ver si al final de la velada le puede echar –por ventura- un polvo redentor a la nueva abogada del sector auditorías. Me gusta, sí, la nueva abogada del sector auditorías, pero ese es otro tema. Mil veces prefiero beber en silencio, con un anciano de gorra de lana y barba de tres días como fondo. Aferrado a su ginebra barata. Con un gallego septuagenario observando detrás de un mostrador terroso, sirviendo sus elixires con oficio. Y rodeado de gente atravesada por hondas penas o genuinas sonrisas, que se echa los polvos como es debido, sin tanta puesta en escena.

Con mi amigo liquidamos nuestro asunto en menos de quince minutos. Pero luego nos distrae el gordo bufón, y ahora estamos, como quien dice, un poco atontados por los poderes curativos del alcohol.

Según mi amigo, la nueva abogada del sector auditorías le echó el ojo al contador de los anteojitos. El joven tímido que tiene al lado, y que se parece a aquel artista norteamericano que ahora se metió en política.

No sé de qué artista me habla, y además el tema no me interesa. Me quiero ir. Solo me quedaría, quizás, para ver cómo impacta este desaire en el ánimo festivo del gordo, pero lo cierto es que la música del lugar me acobarda.

Finalmente decido retirarme y lo dejo a él a cargo de la verificación del resultado de la apuesta. Sí, nosotros siempre apostamos, y más cuando tenemos la sospecha de que una nueva abogada del sector auditorías no va a dormir sola. Yo le puse cincuenta mangos a otro de los paparulos que engalanan la tertulia. Uno que no es ni el gordo gerente ni el contador joven. Es que no me gustan los bufones, y mucho menos los artistas devenidos en políticos, como es el caso –por ejemplo- de Arnold Schuaresnaider, Palito Ortega, Ronald Reagan, Alberto Fernández o Miguel del Sel.

¿Cómo dice?

¿Cómo que no?

Sí que era artista. Actor, para más datos. Y qué actor. O me va a decir ahora que el papel que hizo en Fargo no era para el Oscar…


En su época de artista. Más joven.

Como Jefe de Gabinete. Más viejo.

Steve Buscemi era el nombre artístico.

Creo.


Tengan ustedes muy buenas noches.

viernes, 26 de agosto de 2011

POTENTE GEN

Síntesis del post: Potente Gen, porque es viernes, y los viernes yo a veces subo un Potente Gen.

Estimados:

Resulta que se nos viene encima el final del año y me percato de que estamos algo escasos de participantes para la gran encuesta que debemos llevar a cabo hacia mediados del mes de diciembre en orden a elegir al PG ganador de 2011. No es ético proclamar un campeón si el mismo surge de un triste cuadrangular, habiendo dispuesto de casi diez meses para generar un evento como Dios manda.

A lo nuestro sin más.

Llego a ustedes con un exponente que convoca a la tan ansiada unanimidad a través de su potencia y su inusitada claridad. Unanimidad que, por otra parte, es más que necesaria en este momento de crisis. No podemos darnos el lujo de boicotear candidatos.


Gen Jolie

James Haven y Angelina Jolie. Hermanos.

James (el de la expresión lunática) y Angelina (su hermana).

Agelina (la de los anteojitos) y James (el hermano con cara rara).

Contundente como pocas veces. Los escucho.

Por otra parte, imagino que en este momento su inquieta mente se estará preguntando por qué lo denominé Gen Jolie y no Gen Haven. Y yo responderé a su inquietud con otra pregunta:

¿Usted le pediría un autógrafo a Lalo Maradona?

Yo no. A Diego tampoco, pero ese es otro tema. No se haga el tonto, creo que el punto ha quedado bien claro.

Y ahora me voy contento, porque es viernes. Y los viernes yo almuerzo solo. Y como lo que se me antoja. Y me tomo un vinito chico con soda y hielo. Y postre. Y café, si dan.


Tengan ustedes un resplandeciente fin de semana.

martes, 23 de agosto de 2011

LOS SIMULADORES

Síntesis del post: Acompaño a un amigo. Karate. Cerveza. Una discusión. Una rubia. Mi tía la que vino de Entre Ríos.



Acompaño a un amigo que tiene que hacer una compra, aunque no es muy ducho en la materia. Quiero decir que no es experto en el rubro en el que piensa incursionar, no que no domine el milenario arte de adquirir bienes a cambio de dinero. Lo hago porque soy un buen amigo, pero más que nada, porque él es un buen amigo. Y como soy, es, somos buenos amigos, no pregunto absolutamente nada. No sé si vamos en busca de una caña de pescar, un juego de ollas y cacerolas o unas botas de alpinismo. Da lo mismo. La idea es estar ahí para lo que haga falta, tomar una cerveza bien helada, quizás un poco de conversación.

Caminamos por la calle Esmeralda. Una, dos, tres cuadras pasando Corrientes, hasta que de pronto nos detenemos frente a una vidriera atestada de fotos de orientales. No me refiero a los vecinos que viven al oriente del río Uruguay, que dicho sea de paso, serían irreconocibles a menos que tuvieran puesta la camiseta de su selección de fútbol. Aquí tomamos al mundo como punto de referencia, y hablamos de chinos, japoneses o coreanos. En síntesis, gente de ojos rasgados.

Resulta que estamos buscando un uniforme de karate, y para ello hemos venido al emporio de las artes marciales. Por eso hay tantas fotos de orientales pegando saltos y llevando a cabo las más variadas contorsiones. Debo admitir que el asunto me toma por sorpresa. Mi amigo (lo sé porque somos buenos amigos) jamás ha sido un fanático de la actividad física, y mucho menos si la misma trae aparejada alguna forma de violencia, o siquiera un contacto físico menor.

‘¿Así que ahora vas a hacer karate?’, pregunto como al pasar. Porque en realidad, si él es feliz haciendo karate es suficiente para mí. A lo sumo presenciaré alguno de los torneos en que lo muelan a golpes y lo arrastraré hasta la casa con genuina compasión y afecto.

‘En la puta vida se me ocurriría’, responde. Y esa frase también es suficiente para mí, que como soy, es, somos buenos amigos, no profundizo en la indagatoria.

Finalmente compramos un hermoso uniforme. Primera marca, excelente calidad, homologado para competiciones internacionales. Y también un cinturón. Negro. Desde mi punto de vista el conjunto es un poco caro para alguien que no piensa desarrollar la actividad, pero qué va, con solo ponerse esa magnífica pieza uno ya sería capaz de arrancarle la cabeza de una patada al más feroz de los oponentes.

Antes de emprender el regreso nos detenemos en otro negocio. Una última compra. El hombre, un artesano, realiza grabados en platería. Fabrica también imponentes copas y finas medallas. Allí adquirimos un enorme trofeo de bronce que, apoyado en el piso, nos llega hasta la cintura. Y tiene un muñequito. Una figura humana que lleva a cabo una de las variadas contorsiones que podían verse en la vidriera del emporio de las artes marciales. Está, quizás, pegando una elegante patada, apenas unido al extremo superior del trofeo por la punta del dedo gordo del pie derecho.

Al llegar a su casa pasamos primero por el supermercado chino que está en la esquina y compramos dos cervezas bien heladas. De litro. Invito yo, porque soy, es, somos buenos amigos. Y a mí gusta agasajar a los buenos amigos. Pago con un poco de desconfianza, casi cubriéndome el tabique nasal con el antebrazo, porque a lo largo de esta jornada he ido formando el convencimiento de que los chinos son sujetos peligrosísimos. Flaquitos, sí. Esmirriados. Pero capaces de las más variadas contorsiones.

Mi amigo vive en el sexto piso. Y sin embargo sube al ascensor y aprieta el número cinco.

‘Nos queda una tarea más’, me dice con los ojos muy fijos mientras se coloca el uniforme y se anuda el cinturón. Y esa sentencia es suficiente para mí, que como soy, es, somos buenos amigos, no reniego de las labores que se me imponen y pregunto poco y nada.

Nos quedamos sentados en la escalera. A medio camino entre el quinto y el sexto piso. Casi a oscuras. Tomando nuestras cervezas mientras aún siguen frías y conversando entre susurros. A la espera de un acontecimiento que yo, con el pico ocupado y el alma contenta, prefiero no anticipar. Comprendo, claro está, que debo susurrar en orden a no delatar mi, su, nuestra presencia, y eso es suficiente para mí.

De pronto una discusión. Una tremenda pelea. Gritos desgarradores descienden desde el sexto piso. Una voz masculina. Una voz femenina. Insultos y llantos.

Mi amigo se pone de pie con su elegante uniforme y su trofeo en la mano derecha. Y yo lo secundo. Resulta evidente que ha llegado nuestro momento. La justificación de esta mañana algo extraña, entretenida y absurda.

Es un solo piso. En rigor de verdad, medio. Pero utilizamos el ascensor. Desde el quinto piso, y directo al sexto.

‘¡¿Qué carajo está pasando acá?!’, grita mi amigo al tiempo que abre la puerta del ascensor.

El hombre acorrala a su vecina (la vecina de mi amigo) contra la puerta del departamento, y está enfurecido. Nos da la espalda.

‘A vos, pelotudo, te dije que la próxima vez que te metieras en lo que no te imp…’

Comienza la frase, sí, pero se corta en seco ni bien se vuelve hacia nosotros. Es un sujeto inmenso, y con pinta de ser muy pero muy malo. Malísimo.

‘¿La próxima vez qué?’, pregunta mi amigo con una sangre de pato que, en lo personal, me indigna bastante. Si este sujeto no logra reducir la adrenalina hasta el cero absoluto y pensar con la cabeza en vez de los puños, no nos salvan ni todos los chinos del supermercado juntos.

Mi amigo apoya el trofeo en el piso. No sé si les dije que nos llega hasta la cintura. Y se saca las zapatillas, el muy caradura. La primera con la punta de la otra, sin agacharse. Y la segunda, la otra, con la punta del pie descalzo. También sin agacharse. El objetivo de máxima, interpreto, sería matarlo con el olor a pata, pero el tipo, increíblemente, recula. Re-cu-la, señoras y señores. Busca una salida elegante, por supuesto, pero es obvio que no desea medir fuerzas contra un súper campeón de karate y su amigo gordo y grandote.

Y entonces, el amigo gordo y grandote se agranda más todavía, y lo invita a retirarse con una mentira descomunal. Cuando no está acorralado, no sé si les dije, es bastante bueno mintiendo. Pone cara de violento y todo.

Hace dos semanas que no veo a mi amigo. Pero mi tía, la que vino de visita desde Entre Ríos, sí que lo vio. Está parando en su casa. En su departamento. En el sexto piso. Él me había dicho que podía parar ahí, sin ningún problema. Para no andar gastando en hoteles. Que lo acompañara a hacer un par de compras, así arreglábamos los detalles de la estadía. Para que mi tía estuviera cómoda. Y mi tía sí que lo vio. Un par de veces lo vio. Pasó a buscar una muda de ropa. Limpia. Y después se llevó un par de discos de los Rolling Stones que ahora se escuchan todas las tardes en el balcón de la vecinita. La rubia. La del culito parado.

Es que mi tía es muy observadora. Pero un poco mal hablada.



Tengan ustedes muy buenas noches.



jueves, 18 de agosto de 2011

¡NO SI YO PUEDO EVITARLO!

Síntesis del post: Trabajo de campo. Timidez. Ejercicio meditado. Desenlace.







El día de hoy nos toca trabajo de campo. Por desgracia hace frío, el cielo está cubierto de nubes y el servicio meteorológico afirma que es bastante probable que nos sorprenda alguna lluvia errante en medio del asunto; así que se me abrigan bien, buscan sus paraguas y nos encontramos aquí mismo en quince minutos.

Sí, ya sé, yo tampoco confío en los pronósticos del servicio meteorológico. Es lo más parecido que he visto a la Armada Brancaleone. Sin embargo prefiero ser precavido antes que verme en la penosa obligación de devolverlos a sus respectivas madres con cuarenta grados de temperatura y los mocos colgando. Basta de discusiones, por favor, que el tiempo apremia.

A lo nuestro sin más.

Nos convoca un experimento callejero. Un ejercicio orientado al combate de esa timidez patológica que padecemos desde que éramos así de pequeñitos. Por lo tanto afrontaremos el desafío con la seriedad que demandan esta clase de asuntos, tan sensibles y caros a nuestros intereses.

‘Espere un minuto, ¿a qué se refiere con la palabra desafío?’, preguntará usted, que vino convencido de que a lo sumo saldríamos a recolectar margaritas en algún parque municipal.

Hoy vamos a pasar un poco de vergüenza, caballero. Pero no se alarme, tenemos una vasta experiencia en la materia. No es la primera vez que lo hacemos, y si algo podemos certificar es que al final del día regresaremos a casa con la certeza de que si fuimos capaces de hacer lo que estamos por hacer, también podremos enfrentar las situaciones más sencillas de la vida cotidiana sin complejos o inhibiciones. Por ejemplo, no nos abandonará el valor a la hora de confrontar con una anciana que se nos adelante en la cola de la verdulería.

‘Oiga, yo enfrento las situaciones más sencillas de la vida cotidiana sin complejos o inhibiciones, y soy una máquina de insultar ancianas. ¿Por qué tengo que salir a pasar vergüenza?’, afirmará y preguntará usted en la misma oración, seguro de que nada productivo puede emerger de la gesta que se avecina.

Lo felicito. Yo no. Para lograr un desenvolvimiento social adecuado (o al menos aceptable) yo debo conservar estos pequeños mojones empíricos bien frescos en la mente. Mire, hagamos una cosa. Si quiere no venga. Al fin y al cabo yo voy a proceder según el cronograma que he diseñado con tanta meticulosidad. Con o sin usted sentado en la tribuna.

Le explico el ejercicio:

La idea es seleccionar a un completo desconocido en la vía pública y lograr pronunciar la siguiente frase en un marco más o menos verosímil:

‘¡NO SI YO PUEDO EVITARLO!’

Y si fuera posible, hacerlo sacando pecho, endureciendo pectorales, con los brazos en jarra, los puños cerrados sobre las caderas y una expresión sanmartiniana en el rostro.

Lo sé, para usted resulta una tarea más que simple, pero para mí implica lo mismo que escalar el monte Everest sin guías nepaleses ni tubos de oxígeno. Sepa comprender.

‘¡Mire a la vieja esa haciendo cagar al perro en la vereda!’, exclamará usted, que ya se ha entusiasmado con el experimento y además desea guardar lo antes posible en su retina mi momento más indecoroso.

No. La frase encaja, concedo eso. Pero con calzador. Estoy buscando un desafío mayor. Un instante crítico que demande a los gritos el remate del artículo.

Ahí está, mire. Justito. La señora desea cruzar la calle empujando el carrito de su bebé, pero la lluvia ha transformado el cordón de la vereda en un río caudaloso e indomable.

‘¡Pero qué barbaridad! Si trato de cruzar voy a terminar empapada!’, exclama la abnegada madre.

‘¡Vamos! ¿Qué espera?’, rugirá y preguntará usted en la misma oración, conciente de que ya no habrá una ocasión más propicia.

Ay Dios mío... bueno, en rigor de verdad a esto hemos venido.


¡No si yo puedo evitarlo!

Listo. ¿Ahora está conforme?

La madre observa la escena entre atónita y risueña. Interpone su físico entre el bebé y mi persona. Y demanda un plan con la mirada.

¿Cómo dice?

No, ni loco. De ningún modo pienso endurecer los pectorales. Y mucho menos asumir una expresión sanmartiniana sin tener decidido el curso de acción. Lo dije bien clarito. Si fuera posible. Y en este caso no lo es.

O sí, lo es. Pero ocurre que ya me encuentro en posesión del correspondiente mojón empírico que habilitará un desenvolvimiento social incuestionable en un futuro no muy lejano. Y además me puse los zapatos nuevos. No pensé que de veras iba a llover.

Ahora me retiro. Lo dejo en compañía de la señora (que continúa demandando un plan con la mirada) y su simpatiquísimo bebé. Descuento que luego de un instante de meditación, usted sabrá mejor que nadie cómo tender ese puente sobre el río.

Después de todo no estamos hablando del río Kwai, che. No entiendo por qué me insulta de esa forma.

Y todavía me queda soportar las quejas de su madre cuando lo vea llegar todo mojado y con esos mocos…



Tengan ustedes muy buenas noches.




lunes, 8 de agosto de 2011

EL ALFÉIZAR DE UNA VENTANA

Síntesis del post: Un muchacho más bien. El alféizar de una ventana. Una amenaza. Un amor. Una apuesta.



Un caballero, un muchacho más bien, está sentado en el alféizar de una ventana. El hecho en sí no sería digno de mención si para describir sus pormenores no fuera necesario entrecerrar los ojos colocando el canto de la mano izquierda a la altura de las cejas para bloquear la luz solar. Sí, también podría ser la mano derecha, pero yo soy zurdo, y más importante aun, soy quien se encuentra a punto de describir los pormenores del hecho.

El asunto es que un caballero, un muchacho más bien, está sentado en el alféizar de una ventana. En el décimo piso de un coqueto edificio del barrio de caballito. Se trata, sin duda, de una tentativa de suicidio. Abajo, en la vereda, un escuadrón de bomberos voluntarios, la mamá del caballero, del muchacho más bien, un grupo de adolescentes que debieran estar en el colegio pero no están, un móvil de Crónica TV, dos o tres ancianas, el consejo de administración del edificio en pleno y un observador casual que infiere la posibilidad de una futura descripción. Nadie más.

‘¡Me voy a matar y a nadie le importa!’, grita el muchacho desde su improvisada plataforma. El mensaje desciende un tanto difuso, pero se interpreta sin mayores esfuerzos. Se va a matar, y para que esa noble maniobra adquiera un sentido acabado y sin fisuras es menester que aquellos que ostentamos el título de testigos oculares hagamos gala de un histrionismo que nos coloque a la altura de semejante espectáculo.

Ordenando los trozos de información que circulan a la altura de la vereda el rompecabezas adquiere una forma más o menos definida. Según parece el caballero, el muchacho más bien, ama secretamente a una señorita que, a su vez, ama públicamente a otro caballero. A otro muchacho más bien. Una tragedia que, analizada con la debida objetividad, insinúa un carácter menor, insuficiente para motivar por sí sola un desenlace tan drástico.

Hablemos sin eufemismos señores. Solo en el plano amoroso (ya de por sí inhábil para provocar un desborde anímico de esas características en un individuo más o menos centrado) existen panoramas más desoladores. Por ejemplo, mucho peor sería amar públicamente a una señorita que, a su vez, amara secretamente a otro caballero. A otro muchacho más bien. Y en última instancia, antes de ejecutar el triple salto mortal con doble tirabuzón, se me ocurren dos o tres recursos que, perdido por perdido, debieran ser pasos previos, lógicos y obligatorios.

Mire, si quiere piense que estoy loco de remate, pero si usted me viniera con la novedad de que se encuentra perdidamente enamorado de una señorita casada, comprometida o soltera, yo le aconsejaría que antes de volarse la tapa de los sesos con una pistola calibre treinta y ocho, le preguntara a la susodicha si vería con muy malos ojos que usted le arrancara las prendas íntimas a mordiscones en el hotel alojamiento más cercano. Sí, ya sé, entiendo que lo suyo es amor genuino, pero aunque sea déjeme trazar los lineamientos básicos de la estrategia. Lo del noviazgo y el casamiento lo iríamos viendo con el tiempo, no se me impaciente. Admita que hasta hace cinco minutos barajaba opciones un tanto más delirantes.

En fin, volvamos a lo nuestro, y para ello les pido que nos centremos en el grupo de adolescentes que debieran estar en el colegio pero no están. Dejemos de lado a todos los demás, que no son relevantes a los fines de este artículo.

Estos simpáticos prófugos, demostrando una sensibilidad que reduciría al mismísimo Pablo Neruda a la condición de barrabrava del Deportivo Cambaceres, han celebrado una apuesta sobre la suerte que correrá nuestro Romeo invertido. No invertido sexualmente, claro está. Me refiero a la ironía de haber colocado al balcón en el papel de plataforma de despegue, y no como destino final de la aventura.

Tres participantes aseveran que más tarde o más temprano concretará su amenaza. El restante duda y concluye, cito en forma textual, que ‘no tiene las pelotas’.

Y no las tiene, damas y caballeros. No las tiene. De hecho esta patética puesta en escena ni siquiera puede calificarse como una tentativa de suicidio. Es, en esencia, algo mucho más dramático. Mucho más oscuro.

¿Y qué es?, me preguntará usted, que suele perder la paciencia con mucha rapidez.

Es una declaración de amor. Una confesión lisa y llana, aunque en ausencia de parte interesada. Un acto de cobardía. La más bellaca de las cobardías.

Será informada la señorita (la intuyo bella, simpática y comprensiva), eventualmente, de que alguien, nuestro Romeo, intentó suicidarse poniéndola como excusa. Y será una noticia inexacta. Engañosa. Injustamente benévola con el sujeto en cuestión.

Nadie intentó suicidarse. Si ello hubiera ocurrido tendríamos cuatro o cinco baldosas quebradas, una mancha de color rojo, una terapia intensiva y una madre con el alma en un hilo.

Tendríamos, en pocas palabras, a un observador casual ensayando una descripción sentida, quizás con alguna que otra lágrima surcando la mejilla, buscando las palabras adecuadas para plasmar en un mismo texto una tragedia y un homenaje.

Y tendríamos cincuenta pesos menos.

Sí, ¿qué me mira?

Vacío de una tragedia para relatar era imposible que un sujeto como yo no hallara la manera de hacerse invitar a esa improvisada casa de apuestas.



Tengan ustedes muy buenas noches.